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“Nadie tiene mayor amor que este”


Raquel Segovia

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“Mi seguidor” pág. 172

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“¡MIREN! ¡El hombre!” Con estas palabras, el gobernador romano Poncio Pilato presenta a Jesucristo ante la multitud encolerizada que se ha reunido al amanecer en las afueras de su palacio. Es el día de Pascua del año 33 (Juan 19:5). Hace apenas unos días que las multitudes aclamaron a Jesús en su triunfal entrada a Jerusalén como el Rey que Dios ha nombrado, pero hoy la muchedumbre hostil lo ve con otros ojos.

 Jesús lleva un manto de color púrpura, propio de la realeza, y una corona sobre la cabeza. Pero el manto, puesto sobre la espalda destrozada por los azotes, y la corona, tejida de espinas e incrustada en el ensangrentado cuero cabelludo, son en realidad una burla a su condición de rey. La gente, agitada por los sacerdotes principales, rechaza al hombre que tiene ante sí. Los sacerdotes vociferan: “¡Al madero con él! ¡Al madero con él!”. Movido por un odio asesino, el pueblo grita: “Debe morir” (Juan 19:1-7).

 Jesús soporta la humillación y el sufrimiento con dignidad y valor, sin quejarse.* Está preparado para morir. Más tarde ese día de Pascua se somete por voluntad propia a una muerte dolorosa en un madero de tormento (Juan 19:17, 18, 30).

Al dar su vida, Jesús demostró que era un verdadero amigo de sus discípulos. “Nadie tiene mayor amor que este: que alguien entregue su alma a favor de sus amigos”, dijo (Juan 15:13). Pero esto hace surgir algunas importantes preguntas. ¿Era realmente necesario que Jesús sufriera tanto y luego muriera? ¿Por qué estuvo dispuesto a pasar por todo aquello? ¿De qué modo podemos imitar su ejemplo quienes deseamos ser “sus amigos” y seguidores?

¿Por qué era necesario que Jesús sufriera y muriera?

Como el prometido Mesías, Jesús sabía lo que le esperaba. Conocía las numerosas profecías de las Escrituras Hebreas que describían en detalle sus sufrimientos y su muerte (Isaías 53:3-7, 12; Daniel 9:26). Más de una vez preparó a sus discípulos para los padecimientos que soportaría (Marcos 8:31; 9:31). Cuando iba de camino a Jerusalén para celebrar su última Pascua, les explicó a los apóstoles: “El Hijo del hombre será entregado a los sacerdotes principales y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a hombres de las naciones, y se burlarán de él y le escupirán y lo azotarán y lo matarán” (Marcos 10:33, 34). Estas no fueron palabras vacías. En efecto, como ya vimos, se burlaron de él, le escupieron, lo azotaron y lo mataron.

 Ahora bien, ¿por qué era necesario que Jesús sufriera y muriera? Por razones de gran importancia. En primer lugar, con su lealtad mostraría de forma innegable que era fiel a Jehová y que apoyaba su soberanía. Recordemos que Satanás aseguró falsamente que las personas solo servían a Dios por motivos egoístas (Job 2:1-5). Al ser fiel “hasta la muerte [...] en un madero de tormento”, Jesús dio una respuesta contundente a esta acusación infundada de Satanás (Filipenses 2:8; Proverbios 27:11). En segundo lugar, los sufrimientos y la muerte del Mesías expiarían los pecados de la humanidad (Isaías 53:5, 10; Daniel 9:24). Jesús dio “su alma en rescate [...] por muchos” y abrió el camino para que tuviéramos una buena relación con Dios (Mateo 20:28). En tercer lugar, al aguantar todo tipo de penalidades, fue “probado en todo sentido igual que nosotros”; de ahí que sea un Sumo Sacerdote compasivo, capaz de “condolerse de nuestras debilidades” (Hebreos 2:17, 18; 4:15).

¿Por qué estuvo dispuesto a dar su vida?

 Para apreciar en toda su dimensión lo que Jesús estuvo dispuesto a hacer, pensemos en lo siguiente: ¿qué hombre deja su casa y su familia, y se va a un país extranjero si sabe que la mayoría de la gente allí lo rechazará, que padecerá humillaciones y sufrimientos y que al final lo matarán? Ahora reflexionemos en lo que Jesús hizo. Aunque gozaba de una posición única en los cielos al lado de su Padre, dejó voluntariamente su hogar y vino a la Tierra como hombre. Lo hizo sabiendo que sería rechazado por la mayoría y que padecería crueles humillaciones, intenso sufrimiento y una muerte dolorosa (Filipenses 2:5-7). ¿Qué lo motivó a hacer un sacrificio como ese?

Lo que motivó a Jesús fue ante todo el profundo amor que le tenía a su Padre. De hecho, fue el amor a Dios lo que lo impulsó a aguantar. También fue la razón por la que le preocupaban tanto el nombre y la buena reputación de su Padre (Mateo 6:9; Juan 17:1-6, 26). Más que todo lo demás, él quería que el nombre divino quedara limpio de toda la deshonra de que había sido objeto. No había para él mayor honor que sufrir por causa de la justicia, pues sabía que su integridad contribuiría a santificar el grandioso nombre de su Padre (1 Crónicas 29:13).

 Jesús tenía otro motivo para dar su vida: su amor por la humanidad, un amor que se remonta al mismo comienzo de la historia humana. La Biblia revela que sentía ese amor desde mucho tiempo antes de venir a la Tierra, pues dice respecto a él: “El objeto de mi cariño [eran] los hijos de los hombres” (Proverbios 8:30, 31). Su amor se hizo evidente durante toda su vida aquí. Como aprendimos en los tres capítulos anteriores, Jesús demostró de muchas maneras su amor tanto por la humanidad en general como por sus seguidores en particular. Pero el 14 de nisán del año 33 dio gustosamente su alma por nosotros (Juan 10:11). ¿Tendremos que imitarlo también a este respecto? ¡Por supuesto que sí! De hecho, es un mandato que él nos da.

“Que se amen unos a otros [...] así como yo los he amado”

10, 11. ¿En qué consiste el nuevo mandamiento que dio Jesús a sus discípulos, y por qué es importante cumplirlo?

10 La noche antes de su muerte, Jesús dijo a sus discípulos más cercanos: “Les doy un nuevo mandamiento: que se amen unos a otros; así como yo los he amado, que ustedes también se amen los unos a los otros. En esto todos conocerán que ustedes son mis discípulos, si tienen amor entre sí” (Juan 13:34, 35). ¿En qué sentido es “[amarse] unos a otros” “un nuevo mandamiento”? Es verdad que la Ley mosaica ya ordenaba: “Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19:18). Pero el nuevo mandamiento exige un amor aún mayor, uno que nos impulse a dar la vida por otras personas. El propio Jesús lo aclaró al decir: “Este es mi mandamiento: que ustedes se amen unos a otros así como yo los he amado a ustedes. Nadie tiene mayor amor que este: que alguien entregue su alma a favor de sus amigos” (Juan 15:12, 13). Dicho de otro modo, el nuevo mandamiento es: “Ama al prójimo, no como a ti mismo, sino más que a ti mismo”. Con su vida y muerte, Jesús ejemplificó esta clase de amor.

¿Por qué es importante cumplir el nuevo mandamiento? Recordemos que Jesús dijo: “En esto [es decir, el amor abnegado] todos conocerán que ustedes son mis discípulos”. Así es, el amor abnegado nos identifica como cristianos verdaderos. Podemos compararlo con un distintivo, como la tarjeta que llevan en la solapa quienes asisten a las asambleas anuales de los testigos de Jehová y que indica su nombre y su congregación. Del mismo modo, el amor abnegado que sienten unos por otros los auténticos cristianos es su “distintivo”. En otras palabras, el amor mutuo debe ser tan evidente que las personas que nos observen puedan “distinguirnos” como los verdaderos seguidores de Cristo. Por eso, cada uno debe preguntarse: “¿Se ve claramente en mi vida que llevo el ‘distintivo’ del amor abnegado?”.

¿Qué implica mostrar amor abnegado?

 Como seguidores de Jesús, es preciso que nos amemos como él nos amó, lo que quiere decir que debemos estar dispuestos a sacrificarnos por nuestros hermanos. ¿Hasta qué punto? La Biblia nos dice: “En esto hemos venido a conocer el amor, porque aquel entregó su alma por nosotros; y nosotros estamos obligados a entregar nuestras almas por nuestros hermanos” (1 Juan 3:16). Al igual que Jesús, tenemos que estar dispuestos a morir los unos por los otros si es necesario. En tiempos de persecución, preferimos sacrificar nuestra vida antes que traicionar a nuestros hermanos espirituales y poner en peligro la suya. En países divididos por conflictos étnicos o raciales, arriesgamos la vida para protegerlos sin importar a qué grupo pertenezcan. Y cuando las naciones entran en guerra, preferimos ir a prisión o hasta morir antes que tomar las armas para atacar a otras personas, se trate de nuestros hermanos o no (Juan 17:14, 16; 1 Juan 3:10-12).

 Pero estar dispuestos a morir por nuestros hermanos no es la única forma de mostrar amor abnegado; al fin y al cabo, muy pocos de nosotros tendremos alguna vez que hacer semejante sacrificio. No obstante, si nuestro amor llega hasta ese punto, ¿no deberíamos entonces estar dispuestos a hacer sacrificios más pequeños, a poner a un lado nuestra comodidad por ayudarles? Ser abnegados significa renunciar a nuestros intereses en beneficio de los demás, anteponer el bien ajeno al propio, aunque ello implique alguna incomodidad (1 Corintios 10:24). ¿De qué maneras prácticas podemos mostrar ese amor altruista?

En la congregación y en la familia

Los superintendentes cristianos hacen muchos sacrificios para “pastore[ar] el rebaño de Dios” (1 Pedro 5:2, 3). Aparte de cuidar de sus propias familias, quizás tengan que dedicar tiempo en las noches o los fines de semana a atender asuntos de la congregación, como discursos, visitas de pastoreo y casos judiciales. Muchos hacen incluso otros sacrificios, ya que trabajan arduamente en las asambleas o son miembros de los Comités de Enlace con los Hospitales, los Grupos de Visita a Pacientes o los Comités Regionales de Construcción. Ancianos, nunca olviden que al servir de buena gana —dedicando tiempo, energías y recursos a pastorear el rebaño—, están manifestando amor abnegado (2 Corintios 12:15). Sus esfuerzos altruistas no solo son valorados por Jehová, sino también por la congregación a la que sirven (Filipenses 2:29; Hebreos 6:10).

 ¿Y qué podemos decir de las esposas de los ancianos? ¿No hacen ellas también sacrificios para que sus esposos puedan cuidar del rebaño? No cabe duda de que para ellas es un sacrificio cuando su cónyuge tiene que dedicar a los asuntos de la congregación tiempo que podría pasar con la familia. Pensemos, además, en las esposas de los superintendentes viajantes y los sacrificios que hacen para acompañarlos de congregación en congregación y de circuito en circuito. Se privan de tener su propia casa y tal vez tengan que dormir en una cama diferente cada semana. Sin duda alguna, todas estas cristianas merecen encomio, pues de manera altruista y generosa anteponen los intereses de la congregación a los suyos (Filipenses 2:3, 4).

6 ¿Cómo podemos demostrar amor abnegado en la familia? Padres, ustedes hacen muchos sacrificios para mantener a sus hijos y para criarlos “en la disciplina y regulación mental de Jehovᔠ(Efesios 6:4). Quizás tengan que dedicar largas horas a trabajos agotadores tan solo para poner el pan en la mesa y dar a sus hijos abrigo y un techo donde vivir. Incluso prefieren sufrir privaciones antes que ver a sus hijos pasar necesidades. Y todo esto sin contar el tiempo que dedican a enseñarles, llevarlos a las reuniones cristianas y trabajar con ellos en el ministerio del campo (Deuteronomio 6:6, 7). Su amor y entrega bien vale la pena, pues le complace al Autor de la familia y puede significar, además, vida eterna para sus hijos (Proverbios 22:6; Efesios 3:14, 15).

 

 Esposos, ¿cómo pueden demostrar amor abnegado, tal como hizo Jesús? La Biblia da la respuesta: “Continúen amando a sus esposas, tal como el Cristo también amó a la congregación y se entregó por ella” (Efesios 5:25). Como hemos visto, Jesús amó tanto a sus seguidores que llegó a dar su vida por ellos. ¿De qué manera imita el esposo cristiano la actitud altruista de Jesús, quien “no se agradó a sí mismo”? (Romanos 15:3.) Por ejemplo, pone con gusto los intereses y necesidades de su esposa antes que los suyos. Además, no insiste rígidamente en que las cosas se hagan a su manera, sino que está dispuesto a ceder si no se viola ningún principio bíblico. El esposo que actúa de ese modo se gana la aprobación de Jehová, así como el amor y respeto de su esposa e hijos.

¿Qué haremos nosotros?

Si bien cumplir el nuevo mandamiento de amarnos los unos a los otros no es fácil, contamos con una motivación muy poderosa. Pablo escribió: “El amor que el Cristo tiene nos obliga, porque esto es lo que hemos juzgado, que un hombre murió por todos [...] para que los que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió por ellos y fue levantado” (2 Corintios 5:14, 15). Dado que Jesús murió por nosotros, ¿no deberíamos sentirnos obligados a vivir para él? Podemos hacerlo siguiendo su ejemplo de amor abnegado.

Tal como ya hemos visto, Jesús no estaba exagerando cuando dijo: “Nadie tiene mayor amor que este: que alguien entregue su alma a favor de sus amigos” (Juan 15:13). De hecho, al entregar de buena gana su alma por nosotros, demostró más allá de toda duda cuánto nos ama. No obstante, hay alguien que nos ama aún más. Jesús explicó quién es al decir: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que ejerce fe en él no sea destruido, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). Dios nos ama tanto que dio a su Hijo como rescate, haciendo así posible nuestra liberación del pecado y la muerte (Efesios 1:7). Sin lugar a dudas, el rescate es un regalo valiosísimo que nos da Jehová, pero él no nos obliga a aceptarlo.

Nos toca a nosotros decidir si aceptamos este regalo de Jehová. ¿Y cómo lo hacemos? ‘Ejerciendo fe’ en su Hijo. La fe, sin embargo, no consiste solo en palabras, sino que se prueba por hechos, por nuestra manera de vivir (Santiago 2:26). Demostramos que ejercemos fe en Jesucristo siguiéndolo día a día. Si así lo hacemos, recibiremos grandes bendiciones tanto ahora como en el futuro, tal como explica el último capítulo de este libro.

Dos veces le escupieron a Jesús ese día, primero los líderes religiosos y después los soldados romanos (Mateo 26:59-68; 27:27-30). Ni siquiera entonces se quejó, cumpliendo así estas palabras proféticas: “No retiré la cara de los que me insultaban y escupían” (Isaías 50:6, Versión Popular).

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